Los viernes cuando baja el calor y la luz del sol comienzo a inquietarme, el tic que me domina cuando estoy nervioso, que me obliga a dar saltitos con todo el cuerpo, una y otra vez, en el mismo lugar, temo que vaya a delatar mi impaciencia.
Siempre espero que los minutos del día corran y, por fin libre de la agobiante semana de trabajo, poder salir huyendo hasta llegar a lo más profundo de mi obsesión; el bar; ahí me reúno con mis compañeros de trabajo.
Este es un bar nada espectacular, es una tradición frecuentarlo porque queda cerca del trabajo. Sus cinco mesas redondas, de madera dura y de olores familiares, abarcan casi todo el ambiente. Sus sillas desgastadas, por el mal uso, están muchas de ellas sueltas, destartaladas.
Como de costumbre, y desde mi mesa, observo todo el local. Sus paredes tan viejas como la pintura que las cubre, y que hace meses comenzó a descascararse, son testigos de muchas de mis alegrías, mis tristezas, y lo más importante: de mi secreto; las siento solidarias siempre conmigo.
Cada vez que estoy en este bar me llaman la atención los ojos de la mujer del afiche, que de lejos como enamorándome me observan; me hacen olvidar por segundos a la Monroe. Son esos posters amarillentos, con las puntas rotas y pegados con cinta adhesiva, los que ocupan un momento mis pensamientos.
Desde mi silla puedo divisar en un rincón a la vieja rocola, grande, que me incita con sus labios sedientos de dinero. Y cuando inserto mis monedas, éstas corren a través de su garganta y como diosa de sirenas comienza a encantarme, y no soy como ése a quien sujetaron a su mástil, ni me vendan los ojos; yo caigo en las redes de la música.
Mis amigos empiezan a llenar con sus risas el salón, entre cerveza y cerveza intercambiamos chistes, conversamos. Abrazados todos, juntamos nuestras voces a la de Julio Jaramillo y lloramos contentos. La voz y la letra de sus canciones nos sacuden, hacen aflorar la sensibilidad que teníamos escondida, amordazada, y que cuando se ha ingerido licor aprovecha, sale para apoderarse de nosotros.
Descubrimos nuestra amistad, nos susurramos sentimientos compartidos y nos hacemos juramentos, convencidos de que la rivalidad, que nos ha dominado los demás días de semana en el trabajo, no existe. Como no existe aquella apática indeferencia, cuando sin siquiera proponernos, nos enteramos de algún infortunio en casa del compañero.
Con ellos me quedo hasta la madrugada del sábado. Esto lo respetan mi mujer como mis hijos, pero con el fin de hacer mi regreso a casa un suceso, que la borrachera sea olvidada pronto, paso a esa hora por el ya despierto mercado, y compro pan recién horneado, carnes, frutas y legumbres, y con las fundas a cuestas, silbando siempre, regreso a casa.
Antes de llegar al bar, y empezar a beber, me digo y repito mil veces que debo, al regresar, evitar el parque que está a unas cuadras de mi casa. Ahí escondido me espera en la madrugada el “loco de la luna”. Muchas veces, cuando creo haberlo evitado, él me paraliza con sus chiflidos obligándome a esperarlo hasta que se acerque a mí. Algunas veces, indiferente a sus gritos, he seguido caminando, pero él ha corrido hasta mí y ha halado las fundas con mis compras, tratando de hacerme caer.
En cada ocasión insiste que lo acompañe un momento y que nos sentemos a charlar. Si me niego el muy necio se coloca a mi lado, camina junto a mí, me critica el estado en que me encuentro y burlándose de mi caminar, imita grotescamente mis pasos. Así llegamos a su lugar preferido, el árbol. Éste abarca casi todo el parque, y sus ramas alegradas por la brisa del amanecer refrescan el lugar.
Luego, el loco comienza con su habitual tema, con la cantaleta de la luna; que ella no es más que un conducto, que sólo es una ventana del cielo. Y en cada ocasión insiste en lo mismo. Levantando la voz llama por su nombre a todos los dioses del Olimpo. Seguro está de ser escuchado a través de ese conducto. Yo, siempre le hago callar porque me avergüenzan las burlas de los vecinos. El loco es invisible y al único que permite verlo es a mí. Por eso, los vecinos, viéndome borracho, aparentemente solo, me gritan de todo: <<estúpido, loco, imbécil, lárgate a tu casa, déjanos dormir>>.
Pero el loco ignorando a los vecinos, digan lo que digan, sigue junto a mí. Halándome del brazo me lleva hasta el fondo del parque, hasta el escondite donde guarda la escalera y una varilla. Con dificultad cargamos la escalera y la apoyamos sobre el árbol. Él logra que me desembarace de las fundas con las compras, me saque los zapatos, y de inmediato me obliga a escalar, siempre con la vara en la mano bien sujeta, esa escalera.
El loco, siempre adelante, a la cabeza, va decidido y me ayuda a subir. Al llegar a la primera rama se hace más fácil continuar escalando y de rama en rama vamos dominando al árbol. Luego, con la vara tratamos de tocar la luna, llegar hasta el brillante conducto. Yo, dirijo mis ojos hacia arriba y con los brazos en alto intento una y otra vez, vanamente, llegar al orificio de la luna que parecía estar frente a mi propia nariz; tan sólo unos centímetros, me dice el loco, y lo lograremos.
Los dos estamos concentrados llevando a cabo nuestra labor, cuando el acostumbrado grito de una mujer nos distrae. Es la mía quien ha llegado a rescatarme de las garras del loco, está acompaña como siempre de mi hija, quien trepa al árbol con una habilidad increíble, me sujeta fuertemente y me obliga a descender.
Las caras de indiferencia que ponen las dos mujeres expresan que conocen de memoria la historia del loco. Ellas se encargan de dejar la escalera y la vara en su escondite habitual. Me ayudan a atravesar el resto del parque y las fundas en poder de las mujeres pierden su peso, y bailando a mi ritmo llegamos todos a casa.
Mis otros hijos ya despiertos, olvidándose de lo borracho que estoy, comienzan a sacar los comestibles. Felices llenan la casa con sus risas, pero… mi mujer, con los ojos fijos en las compras me lanza un grito, esta vez me dice: <<¡Falta la sal!>>.
Es lo último que recuerdo porque de inmediato caigo en un sueño profundo y creo que sonrío. Se diría que la risa no contenida se me escapa de dormido. Siento que por fin ese momento esperado está llegando. Todo un ritual completo, desarrollado, cumplido minuciosamente para arribar a la culminación, a mi recompensa especial. Ese ritual me lleva al mundo de la Monroe, quien con sus sexys y carnosos labios deja escapar su voz y canta sólo para mí: <<Happy birthday to you, happy birthday to you, happy birthday, mister president, happy birthday to you>>.
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