Gabriela abre su bolso, no se contenta con auscultar su interior, sino que esperanzada mete la mano y rebusca adentro una y otra vez. El monedero liviano y sin sonido le confirma su sospecha; está vacío: no le queda más que ir en busca de la virgen.
Se para sobre el reclinatorio y así logra llegar hasta la corona y de ahí saca un bulto pequeño: desanuda las puntas del pañuelo y encuentra las diez monedas de un dólar que siempre separa para las emergencias. Saca dos y deja las otras escondidas ahí mismo y se aleja recomendando a la virgen que siga protegiendo su tesoro.
Sus tres hijas están ya en el colegio, les ha preparado el desayuno con el último dólar que quedaba para los gastos del mes y aún faltaban ocho para que éste se termine. Tomaron un café apenas oscuro, pero lo suficientemente caliente como para abrigarse, y un pedazo de pan para que pudieran resistir la jornada de clases.
Luego, Gabriela se dirige a la caja del Seguro Social donde su madre junto con otros jubilados hace huelga de hambre para presionar al gobierno y a los diputados a que suban sus pensiones. Su madre y los demás viejos la reciben contentos como si ella fuera hija de todos.
Gabriela se alarma con los círculos oscuros que descubre alrededor de los ojos de su madre y de su color amarillo que no le presagia nada bueno. Su madre, como los demás viejos, prefiere morir en la huelga: luchando, para no dejar como herencia esas pensiones miserables a los jubilados del futuro.
Gabriela coloca el sorbete en la boca de su madre para ayudarla a ingerir algo de líquido, mientras la escucha decir que los mareos le han regresado, los dolores de sus piernas son más fuertes, y que le molestan mucho cuando por alguna, inexplicable, descarga eléctrica son impulsados y se mueven a su voluntad.
Ella no podía dejar de mirar lo gris del ambiente, de la sala donde estaban reunidos todos los jubilados; y de vez en cuando ayudaba a beber a algunos otros viejos que estaban solos; quienes la miraban, unos con sus grandes ojos negros, endurecidos y pesadas mandíbulas, y otros que apenas movían los labios, con manos temblorosas, rostros amarillos, flacos y mirada ausente, intentando servir para algo.
Después del abrazo a su madre y las recomendaciones de llamar por ayuda si tuviera una emergencia, se despide hasta más tarde.
De regreso a casa, Gabriela camina un par de cuadras hasta llegar al paradero del bus. Espera que pase uno que la lleve directo a casa, de lo contrario tendría que hacer trasbordo en una hora difícil.
Al llegar a su casa comienza nuevamente con su rutina de cambiarse sus ropas de calle y ponerse las de diario. Toma el rastrillo, sale al patio a recoger las hojas secas que la noche y el viento robaron al árbol de mango y dejaron tiradas, como olvidadas. Las coloca dentro de una funda negra de basura para que queden ahogadas y enterradas; le sirvan después como abono para el jardín.
Con la manguera riega las macetas con los brotes de tomates y pimientos que cada día luchan defendiéndose de las hormigas que devoran sus hojas. Con agua y un poco de detergente baldea el piso y el sh-sh-sh de la escoba molesta a Cleo, la gata de los vecinos, que se cree en su casa y la mira molesta.
Pasa luego al interior para comenzar su batalla contra el polvo y los trastos sucios. Antes de empezar, sus ojos se posan sobre el cuadro de los arlequines, que hasta hacía poco miraba con curiosidad y miedo. Cuando una de sus hijas colgó ese cuadro, a ella le pareció tan real que mucho tiempo temió que estos arlequines abandonaran el cuadro y la asustaran.
Sin embargo, llegó el día en que pudo enfrentarse a esos rostros blancos, maquillados, con cuerpos eternizados en una misma posición, con los pies en puntillas y los brazos listos para la danza imitando a unas bailarinas. Y cuando se acostumbró a mirarlos sin miedo esos minutos se convirtieron en importantes. Se permitía no sólo imitar sus gestos, sino también soñar con una vida llena de aventuras. Con ellos aprendió a desvincularse de su realidad y de sus problemas: los arlequines existían, no sólo como proyecciones de su pensamiento, sino que la acompañaban con sus rostros expresivos llenos de vigor. Subyugada dentro de ese mundo, y sin que ella se diera cuenta, todos los días la casa comenzó a quedar brillando.
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