El lugar era agradable, no sólo por la hora sino también porque el escenario navideño poblado de niños, villancicos, Papá Noel y gente comprando a última hora otorgaban al centro comercial un toque mágico.
Acabábamos de recibir los helados cuando de improviso, y mientras relamía su cono, Clara me preguntó:
–¿Cuál es tu fruta preferida?
Sin darme oportunidad ni tiempo me exigió, con su mirada sonriente pero fija y penetrante, que le contara cuál era la bebida que más había disfrutado en mi vida. Me dijo:
–¿Te produce el mismo placer, ahora, a pesar de los años transcurridos?
Presionándome con esas palabras para que me introdujera en la intimidad de mi niñez, volvió a solicitarme con voz autoritaria:
–¡Cuéntame! –insistió– me interesa saber cómo fue tu experiencia con esa fruta y qué recuerdos tienes.
Su cuestionamiento me sorprendió más que su requerimiento anterior, no recordaba con exactitud cuándo había descubierto mi “fruta preferida”.
Terminábamos de apoderarnos de la primera mesa disponible que encontramos en esa heladería, y cuando me senté, supuse que cada una se dispondría a disfrutar de su helado mientras observábamos pasar a la gente. Estaba equivocada, a Clara se le ocurrió, para variar nuestra rutina, amenizarla con algo de conversación.
Su pregunta:
–¿Cuál es tu fruta preferida?
Me intimidó, estaba disfrutando de un helado de mora, no sabía si daba por hecho que ésa fuera mi preferida, y de moras era el relato que esperaba.
Sobre moras no tenía que contarle ni me venía idea alguna como para inventarme una historia, son las frutas que más alejadas estuvieron de mí. Y el único recuerdo que las une a mi pasado es el poco tiempo que les dedicaba cuando tenía la oportunidad de observarlas. En las ocasiones, me acercaba para examinarlas con recelo debido a su color rojo oscuro, que me hacía suponer que tenían mal sabor. Es visualmente fantástica, no concebía en ésta una perfección completa, por eso pasé mucho tiempo atribuyéndole un sabor ácido y desagradable, que suponía alejado a mi gusto.
Me arrepentí de haber pedido de mora; me reproché el no haber comprado de mango, de coco o de cualquier otra fruta de la que pudiera comentar algo. Si al menos se me hubiera ocurrido el de guanábana, como Clara. Nunca puedo esconder mi afición a las guanábanas, a esos corazones verdes los tengo siempre presentes a la hora de los helados. Suelo imaginar cuadros donde quedarían muy bien en algunos bodegones.
Las guanábanas son bellas, con carácter –gracias a su versatilidad en la forma y en sus colores, externos e internos– cuando se muestra su pulpa clara, en contraste con sus semillas negras, roban escenario.
Clara, mirándome a los ojos esperaba, pero no se me ocurría nada, dado el dilema.
El tener que alabar o aceptar que hubiera preferido otra fruta me parecía una traición. La pregunta me hizo recordar el sabor de las moras cuando me atreví a probarlas. Luego de revisar la lista, pedí que me brindaran un poquito de ese sabor.
Ni terminé de probarlo cuando ya estaba en la caja dispuesta a pagar una copa para mí y otra de guanábana para Clara.
Ciertas imágenes escondidas en mi jungla, permanecían adormiladas. Nunca antes me había puesto a recordarlas, pernoctaban; se habían construido gracias al contacto con mi fruta preferida.
Cuando Clara quiso saber cómo recordaba esa fruta, no pude darle una fecha exacta y menos aun indicarle el día en que por primera vez me había prendido a su pulpa carnosa, formada por lágrimas traslúcidas inyectadas con ese néctar; llenas jugo que se transparentaba por el cristal de las láminas que cubrían los hollejos de la toronja.
Para evitar ponerme melancólica recordando mi niñez –esa fruta estaba atada a mi privacidad– le devolví la misma pregunta. ¡Es la cerveza! me respondió, con voz fuerte, sin titubear ni pensarlo, mientras me miraba a los ojos indagando si se registraba alguna reacción de sorpresa en mi rostro. Volvió a repetir “cerveza” con un balbuceo apenas perceptible, mientras su lengua pasaba y repasaba el helado; comenzaba a chorrearse por los contornos del cono.
Quise averiguar el momento en que por primera vez había probado una cerveza, Clara, firme, me respondió:
–¡Fui la primera: es tu turno, comienza a hablar!
Al descubrir parte del contenido del cono sobre mis dedos –y siguiendo el ejemplo de Clara– me puse a lamer con avidez mi helado, de tanto esperarme se estaba desangrando.
Me quedé pensando, Clara no me dejaría en paz hasta que no terminara con mi relato. Como por arte de magia surgía, frente a mis ojos, reveladora, su figura redonda con tintes amarillos brillantes colgando de los árboles.
Comencé a hablar como si aquella niña me soplara al oído, fue ella quien comenzó confiándole a Clara sus recuerdos siguiendo las huellas de Proust:
–Llegadas las vacaciones, –le oí decir, observé el rostro de Clara prestándome atención– partía con mis hermanos a la finca de mi abuela, donde nos esperaba junto a sus perros, rodeada de las jardineras que armaba alrededor de sus árboles frutales. Sus pastores alemanes, apenas percibían nuestro olor ladraban, saltaban queriendo pasar la cerca alta, intentando salir a darnos la bienvenida. Después del primer saludo colmado de ladridos, manifestaban su entusiasmo de volvernos a ver, corriendo a nuestro encuentro. Apenas se abría el portón, se tiraban sobre nuestros cuerpos, a causa del peso, nos caíamos. Ahí ninguno de nosotros podía evitar las muestras de afecto de sus lenguas babosas y el contacto de sus trompas húmedas y frías. Eso era penalizado por mi abuela con un baño con la manguera. Controlaba que nos laváramos bien y no oliéramos a perro.
Me ponía una blusa amplia para que el aire corriera por donde quisiera, pantalones pescador que mis hermanos llamaban salta cocha. Empezaba inspeccionando los árboles frutales y su jardín. Pasaba revisión a los almácigos y a las hortalizas que la abuela, a propósito, dejaba listos para que fuera yo quien cosechara los rabanitos, zanahorias, pepinos, lechugas y tomates. Todo me parecía un milagro, desde los mangos de diferentes tonos y tamaños pasando por las guanábanas verdes, las chirimoyas de variados colores, hasta las badeas amarillas que colgaban de sus ramadas. No me explicaba, ni nadie podía hacerlo, cómo es que la tierra sabía qué semilla se había enterrado y qué fruto o flor debía dar.
Lo que menos me entretenía –porque era territorio de mis hermanos– era la laguna artificial que el abuelo había construido detrás de la cocina exterior y del horno de barro. Se oxigenaba mediante un sistema que jamás ingeniero alguno –después del fallecimiento del abuelo y de que el mecanismo se dañara– pudo reparar. Ahí la abuela solía arrojar algas que crecían como islas flotantes. Debajo vivían pececillos de todos los colores y tamaños que las movían a su gusto. Con mis hermanos nos dedicábamos a tirar piedrecillas a los sapos y renacuajos que se atrevían a retar la belleza de la laguna, los atacábamos de noche, a ciegas, cuando se les ocurría croar; queríamos escuchar a nuestro antojo al búho que nos encantaba.
Yo era apenas una chiquilla pequeña, flacuchenta y sin suficiente fuerzas como para extraer por mí misma el néctar del jugo perlado dulce-amargo de mi fruta preferida, que eran las toronjas voluminosas que colgaban de los cítricos. “¡Tengan cuidado, hay muchas pequeñas todavía, muy débiles!” nos gritaba mi abuela desde el fondo de la casa o desde la cocina, cuando sospechaba u oía los ajetreos en los que nos encontrábamos. Nos poníamos en posición de batalla, luego empezábamos a correr para atacar con fuerza, con toda variedad de palos a las frutas maduras de cualquier árbol, especialmente a los mangos, que se prestaban a nuestro juego.
Mi abuela “mamázoilita”, tenía un huerto que se llenaba de frutas en la época de nuestras vacaciones. Ahí se podían encontrar cítricos de diversas variedades, colores y sabores, así como otros árboles frutales. Conocía cuáles eran sus periodos de producción; jamás la vi equivocarse con respecto a cuál de éstos extraer y el momento, el néctar más dulce.
Los mangos colmaban con su aroma el huerto entero, atrayendo pájaros, iguanas, hormigas y abejas tanto como a los amigos. No permitía que ningún mango o fruta se desperdiciara, apenas escuchaba el bummmm, ya tenía un nombre y la orden lista.
Sacos con frutas de variados sabores, pasaban comprándole.
Los plátanos y guineos completaban su paraíso, cuando los racimos estaban listos los hacía cortar, colgar de un ramal de la cocina, en el exterior de la vivienda; mis hermanos y sus camaradas hacían de magos. Las palmeras de cocos tenían mucho que decir en esa casa, cada año crecían más, como si quisieran desafiar nuestra pasión, cada vez se hacía más difícil conseguirlos. Los palos permanecían en lugares estratégicos, a la mano, apenas la abuela nos dejaba libres íbamos como predadores en busca de algún coco.
La abuela no se hacía lío cuando bajábamos los cocos; es más, nos agradecía.
Sin embargo, mis adoradas toronjas no necesitaban de palo alguno para disfrutarlas, eran por naturaleza generosas. El peso hacía inclinar las ramas, muchas llegaban hasta mi altura. Me pasaba debajo de esos balones amarillo-verdosos sintiendo su presión sobre mi cabeza, los movía de un lado a otro hasta que alguno, se desprendía. Las ramas más delgadas al no soportar el excesivo peso, se veían obligadas a rendirse, llegaban con todas sus frutas, a veces en racimos, a apoyarse sobre la hierba o el suelo.
Imágenes grabadas en mi mente y en las fotografías, muy pocas veces reviso, pero están tatuadas. Después de aguacero, solía acostarme sobre el terreno húmedo, y levantaba la fruta para colocarla debajo de mi cara. La toronja aún conservaba algunas gotas de lluvia.
Cuando mi abuela no se daba cuenta me atrevía a sacar la lengua e intentaba levantar la toronja y soportar su peso como si fuera una malabarista. Por costumbre –aunque lo tenía prohibido– terminaba tragando las gotas de agua que bañaban el fruto. Mi abuela consideraba que estaban contaminados de químicos, de suciedad había arrastrado de la atmósfera antes de precipitarse a la tierra. Podía enfermarme, me recordaba que no había hospitales cerca, ella tendría que poner a hervir su jeringa.
A pesar de la prohibición, incurría en la desobediencia, disfrutaba de la sensación de unión entre la tierra y la planta. En esa posición –acostada– permanecía junto a las raíces, que sobresalían; me sentía parte de la tierra, del árbol. Algunas raíces era posible tocarlas, palpar la rugosidad de su corteza, el volumen y sus diferentes formas.
Me ponía a imaginar aquéllas que vivían en las profundidades, que servían de base y sostén al tronco. Suponía las diferentes formas que debían tener; las visualizaba absorbiendo de algún río subterráneo que transportaban hasta sus hojas y frutos.
En esa posición –en contacto con el árbol, las raíces y la tierra– no me distraía, a veces jugaba a descubrir la fruta más alta, que compartía las alturas con el viento; me ponía a soplar hasta convencerme de que había logrado moverla. Si la consideraba indiferente, la sentenciaba a muerte; la hacía tumbar por mis hermanos, quienes se prestaban a “la batalla contra las frutas”. A veces le prometía no tratarlo con crueldad, recordaba las palabras de mi abuela: la planta estaba delicada, se sentía cansada, se quejaba por no poder soportar el peso de su producción, por nuestra intromisión y la invasión de pájaros. Éstos armaban sus casas en las ramas, no debíamos maltratarlo; poníamos en peligro a los pichones.
Los desayunos en casa de mi “mamázoilita” empezaban muy temprano. Solía despertarnos a las cinco para hacernos correr, trotar, marchar alrededor de su huerto, o nos ponía a saltar la cuerda argumentando que esos ejercicios mantendrían rectas nuestras columnas, nos evitarían jorobas, dolores u otros malestares, saltar la cuerda nos haría crecer, eso era lo que más necesitábamos.
Después del baño, nos llevaba a la cocina, nos distribuía un vaso de jugo de toronja recién exprimido. Levantarme temprano se convertía en un martirio, solía quedarme hasta muy tarde. Me dormía después de mis escapadas al portal donde permanecía pendiente de alguna estrella fugaz, deleitándome con toda clase de brillos, soplos frescos en cuyas alas, imaginaba, viajaban las brujas, los duendes y los fantasmas.
Pasé con la mirada fija en la media luna o en la luna llena, observando a ese teatro cambiante, creía me pertenecía. Había noches oscuras repletas de sones, ruidos desconocidos, raros o soplos fríos de brisas que adelantaban mi inserción en la cama.
Después pasábamos a servirnos pan caliente recién horneado, nuestros nombres estaban grabados en cada uno de los muñecos. La leche siempre se sirvió, con café recién pasado. Jamás había escuchado que aquel líquido negro, caliente, con aroma de café podía hacer daño a los niños, ese lujo lo repetíamos, si queríamos, a las tres y a las cinco de la tarde, horas en que la abuela renovaba su dosis. Nunca se imaginó que alguien pudiera sugerir que esa bebida estaba relacionada con problemas de saludo asuntos demoniacos.
Abundaba el chocolate oscuro, podíamos mezclarlo con la leche y el café. Cuando era época de producción, mi mamázoilita ponía a secar las semillas de las mazorcas de cacao, o aquellas que dejábamos sobre una fuente tras haber saboreado hasta la última gota de su jugo. Después de lavarlas, las ponía a secar al sol. Pasados unos días las tostaba y molía. Acostumbraba preparar una masa compacta que cortaba en porciones, envolvía en paños y las guardaba dentro de cajas de galletas.
Cuando las noches de lluvias se ponían oscuras, tétricas hasta convencernos que la tierra estallaría, la casa se vendría abajo; no tenía pereza para levantarse y poner a hervir leche o agua e introducir una porción de la masa de chocolate. Nos servía una taza repleta con ese líquido marrón espeso y brillante y nos lo llevaba hasta la cama, nos encontraba refugiados, envueltos en la misma sábana paralizados de miedo. Muy pronto se arrepentía, ese chocolate nos otorgaba tanta energía.
Nunca dejé de extrañar, especialmente en los días calurosos, los jugos de toronja en casa de mi “mamázoilita”. En las horas de más sol y calor –que generalmente eran previas a la llegada de las tempestades–, mandaba a recoger las toronjas más grandes y doradas, ése era el signo de que estaban listas, y se dedicaba a presionarlas. Las golpeaba antes de partirlas en dos, con un cuchillo filoso. La toronja, apenas sentía el corte, dejaba escapar el jugo que albergaba a flor de piel, algo de ese líquido chorreaba sobre el plato, luego lo depositaba en mi boca para hacerme terminar hasta la última pizca. Partida al medio, la toronja dejaba ver el filo verde claro con tintes dorados de su cáscara, la piel blanca que protegía su pulpa perlada y sus hollejos.
Las semillas se rebanaban, las enteras las guardaba para sembrarlas, sacaba retoños para cuando alguien pasara comprándolas, o para obsequiarlos. Tras concluir con la última gota, ávida por degustar mi zumo predilecto, le presentaba mis dos manos juntas.
Con los ojos cerrados la levantaba hasta mis labios, ante la mirada controladora de mi abuela, y me instalaba a absorber el jugo. Los primeros minutos mis labios temerosos, a milímetros de la fruta, evitando el contacto con el borde de la cáscara algo amarga, hasta que pasaba con toda confianza a presionarla, a aplastarla contra mi cara.
Mi nariz participaba de esa orgía gustativa, inhalaba profundamente el aroma del néctar, y terminaba, sin poder evitarlo, dentro de la cavidad de la fruta. Sentir el jugo de la toronja rodando a través de mi garganta, imaginarlo pasando por el esófago hasta perderse en mi interior para ser absorbido y hacerse uno solo conmigo. Era inevitable que por los bordes de mi boca, rodara el jugo: primero me ensuciaba la barbilla, embarraba mis manos, brazos hasta llegar al codo, para terminar pegajosa por completo. Mi cuello y mis cabellos también acababan melosos; incluso la servilleta que mi abuela había colocado sobre mi blusa.
Sentada sobre su perezosa, me llamaba para compartir sus “toronjas especiales”, eran las con hollejos y pulpa roja, granate. Las pelaba y seccionaba una por una, liberaba un hollejo a la vez, a medida que los iba consumiendo. Los insertaba dentro de mi boca para que su piel no hiciera contacto con mis labios y no percibir el primer amargor de la fina lámina blanca que cubría el hollejo, antes de degustar su sabor.
Ella sabía que las toronjas rojas no eran mis preferidas, no solían ser jugosas como las otras, no tenían suficiente néctar para extraer, ni servían para partirlas en dos ni para que pudiera introducir mi cara, gozar del rocío que las gotas producían, chispeando sobre mi rostro.
Cuando consideré que había contado suficiente me callé. Me creía lista para continuar, de ser necesario, pero la voz de Clara me sacudió. Atiné a mover la cabeza, mientras ambas luchábamos a lengüetazos contra nuestros respectivos helados.
–¡Mari! ¡Comienza, antes de que los helados se caigan al suelo!
Me lo había dicho casi gritando de impaciencia. Con su voz firme me ordenaba para que empezara; estaba sorprendida. Sin poder explicarme lo sucedido, le respondí con el mismo tono y volumen de voz:
–¡Es la guanábana, Clara! ¡Es la guanábana! –insistí. –Sí, la guanábana es mi fruta preferida. Sabe y sabía igual a como la saboreas ahora tú misma.
Se quedó sorprendida con mi respuesta. Terminó su helado, se levantó, la seguí. Antes de separarnos y encaminarnos cada una a su carro me exhortó, enérgica:
–¡Recuerda que debes revisar con detenimiento Voces Amordazadas en un Pueblo lleno de Cruces!
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